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FLORENCIO MARTÍNEZ RUIZ

Un siglo de Literatura en Cuenca, de Florencio Martínez Ruiz

De siempre hemos sabido que Cuenca era la ciudad de los poetas y de los escritores -además de los pintores y artistas- y era lógico por lo tango que puestos a hacer el censo tengamos que contar con la cifra -y solo durante los últimos cincuenta años- de 262 escritores... Y aunque podríamos exclamar al modo jardielesco de si hubo alguna vez once mil hombres de pluma, demos por bueno y para no desairar a José Luis Muñoz que sí, que, efectivamente, los hubo y los hay. Otra cosa, otro cantar es poder extenderles el salvoconducto para transitar por los procelosos mares de la literatura. Sobre todo, en una ciudad y en una provincia de tradición agrícola y de aelaciones más bien gastronómicas y mostrencas.

Es, en cualquier manual de instrucciones, una verdad escolar, que aquí, en estos altivos roquedales, se refugiaron los poetas nada menos que cuando Platón los arrojó de la República, en lo referente a la poesía. Y por lo que respecta a la prosa, no es menos revelador que como señalaran hace algún tiempo Manuel Halcón y el mismísimo Francisco Umbral, ninguna ciudad como la nuestra para convertirse en protagonista de una novela, de una inquietante inmersión en la provincia balzaciana, en la España profunda. Sin embargo, a la hora del recuento que es lo que a mí me toca, al echar la vista atrás, para rebobinar la creación literaria de un siglo, me supone un cierto embarazo. Cien años después de aquel 98 permiten hacer una lectura reposada y atenta, aunque no sabemos muy bien sobre qué... Hacia 1900 nuestros regeneracionistas -los Caballero, los Aguirre, los Romero Girón- habían muerto y nada aparecía en el horizonte que pudiera actuar de repuesto.

O, lo que es igual, murieron los viejos dioses, pero los nuevos no habían nacido, como día del Imperio Romano Margueritte Yourcenar. El destino creador y literario de Cuenca estuvo siempre unido al mito de nuestra inexistencia y el aislamiento producido por nuestra lejanía de las vías radiales. De modo y manera que no solo Sagasta estuvo a punto de borrarnos del mapa de España -a última hora nos salvó "in extremis" la bicoca de su gobierno civil para cumplir con un amigo- sino que, los testimonios de la época -Luis Antón del Olmet, Vidal y Planas, Luis Esteso, Pérez de Ayala, Ciro Bayo, García Sanchiz, etc.- son apabullantes en este sentido. De ahí que muchos de ellos se lancen a una búsqueda de la ciudad inexistente -en el doble aspecto de ignorarse su realidad física y su realidad espiritual, según declaraba Marcelino Domingo en un artículo de La Esfera- como habían hecho los intrépidos amigos de Pedro Antonio de Alarcón en el siglo pasado, con el fin de avistar este escondido Kafristán particular.

Es cierto que a lo largo del siglo, gentes de la propia ciudad reaccionaron para salir de la inercia, sin demasiados resultados. Sobre todo porque no pretendían tanto centrifugar la fuerza de su creatividad, sino más bien sobrevivir en una situación vergonzante. Por otro lado, nuestro descubrimiento tiene por parte de los escritores de la generación del 98 -cuando tan tardíamente se produce- las notas específicas del hallazgo exótico de una reserva o de un pintoresco pueblo de Papuasia. En todo caso, hubo una mayor presencia de pintores -Berute, Rusiñol, Mezquita, Sert, Solana, etc.-que de escritores. Pues salvo Baroja, que atacó nuestros demonios familiares en La Canóniga los demás llegaron al tun-tún como Azorín, perdido en su galaxia sublimada de La Mancha o no llegaron -aunque al parecer bien lo deseaba- como Antonio Machado. La visita de Unamuno, ya en 1931, era por libre...

Los grandes nombres de comienzos de siglo
Las élites conquenses manotearon en su remanso provinciano sin capacidad para absorber los valores surgidos en el proceso meramente demográfico. Los Catalina o los Palencia se sitúan lejos del "foyer" creativo. Y cuando surge Luis Astrana Marín, hacia 1910, la intolerancia es tal que debe poner pies en polvorosa. Ciertamente, Andrés González Blanco se revela como escritor por estos años, aunque su asturianía de fondo -Sainz de Robles me contaba que no le entusiasmaba decir que era de Cuenca, cosa que sus escritos y testimonios dicen lo contrario- colocaba a Cuenca fuera de su zona de influencia. Ángel González Palencia, que se incorpora por estos años -la primera década del siglo- a la vida académica y cultural hace la guerra por su cuenta y no interviene directamente, obnubilado por sus investigaciones, en el ambiente literario "estrictu sensu".

La reacción más perceptible ocurre hacia 1920, mediante la proliferación de revistas y periódicos y la presencia en la ciudad de un grupo de conquenses que, pese a las indolencias oficiales, no pueden dejar de ser. Son los años, hacia 1923, cuando se crea el Museo Municipal de Arte, por los buenos oficios de Juan Jiménez de Aguilar, Odón de Buen, Rodolfo Llopis, etc. Salvo la preciosa Guia editada, que costaría dos mil pesetas, el aggiornamiento cultural se interrumpe en buena parte por la dictadura de Primo de Rivera. Y, sin embargo, en la ciudad se abre un juego dialéctico, político y social, municipal y espeso si se quiere, cuya levadura ha de fermentar en los próximos años. No se entienden bien en la ciudad la protección de Giner de los Ríos y, sobre todo, de Bartolomé Cossío -sin duda, el gurú de Federico Muelas, cuya personalidad ha de crecer bajo las ramas del árbol regeneracionista, a reserva de ulteriores derivaciones- porque el conservadurismo y el sectarismo obliga a hacer una lectura sesgada de los valores positivos. Bastaría leer las ochenta crónicas de Rodolfo Llopis en El Sol para percatarse de que Cuenca empezaba a soltarse de las amarres cavernícolas...

En el primer tercio del siglo el "pool" de escritores es simbólico, pero muy representativo. Por lo que le atañe en relación con Cuenca, rescatamos a Andrés González-Blanco, a quien una cita de Octavio Paz en su Quadrivio, ha puesto en circulación. Excelente crítico, a punto de igualar a Andrenio y Diez Canedo, como poeta cultiva una vertiente del modernismo más seguida por los poetas hispanoamericanos que por los españoles. Y así sus Poemas de provincia es un libro olvidado injustamente en los desvanes. Vale todavía su obra crítica sobre la novela española. La obra narrativa merecería una revisión y desde luego sus dos novelas de tema conquense, Un amor de provincias y Un drama en Episcópolis; aunque quede bien claro que no era un desconocido.

Luis Astrana Marín es el gran polígrafo conquense, al que solo su eficaz discurso de cascarrabias le ha privado de acercarse a un Menéndez Pelayo. Y a disfrutar de la inquina de Menéndez Pidal y sus amigos. Lope, Shakespeare, Cervantes son definitivos en su visión y hoy -a pesar de los Rico o de los Mille- sigue considerándose el gran cervantista. Cuenca no estuvo en él a la altura de su genio y a muy a últimas hizo las paces. Hay por lo tanto mucho que decir sobre él y sobre sus obras.

Un novelista como Rafael López de Haro -que lleva al flanco a su primo Luis Esteso, como escritor menor- es confusamente valorado y conocido. Pasada la moda de la novela erótica, presente en Sirena, Dominadoras y otras obras por el estilo, el mejor López de Haro hay que buscarlo en Muera el señorito de su primera época o en Alonso Quijano, una obra perfecta sobre la juventud del personaje quijotesco aún dentro de su convencionalismo. El escritor está perdido en el magma caliginoso de los novelistas decadentes. Y, sin embargo, se trata de nuestro narrador más considerable.

En niveles menos importantes habría que hablar de Magdalena de Santiago Fuentes, profesora de la Escuela Superior del Magisterio, autora de algún magnífico manual de Historia, pero sobre todo excelente articulista y autora de la novela Emprendamos nueva vida. Pocos son los novelistas afincados en Cuenca y de escasa obra. No voy a hablar de Isidro Pardo, un desconocido maestro de Valdecabras, digno de un redescubrimiento, pero sí del escritor Emilio Sánchez Vera, poeta y novelista que logró cierto éxito para sus poemas de corte tradicionalista y que con In illo tempore disfrutó de una popularidad, acaso hoy discutida.

La figura estelar de Ángel González Palencia ocupa prácticamente el primer medio siglo. No es un literato puro, pues la investigación de la literatura arábiga y la España musulmana le tenían comido el coco, pero su obra publicada en colaboración con el CSIC es espectacular por su enjundia y decisiva para Cuenca. Hombre tradicional y respetuoso con las tradiciones, la mejor vara para medir su talento está en su Historia de la Literatura Española, en colaboración con Juan Hurtado. Es magistral para las épocas medievales y clásicas, aunque cede un poco en la interpretación de las vanguardias y los movimientos literarios del siglo XX a los Valbuena, los Díaz-Plaja, etc. Sin embargo es, sin duda, un conocedor extraordinario de la Edad Media conquense, de la que pudo dejarnos un libro extraordinario que su temprana muerte truncó.

Es a partir de los años 20, por moderados que hoy nos pudieran parecer los avances, Cuenca empieza a tener voz y registro no solo en los escritores y eruditos locales -estos sobre todo- sino en los periódicos y revistas madrileños. Por primera vez, la ciudad y sus bellezas naturales, sus villas históricas, aparecen en las páginas de ABC, en donde Luis Martínez Kleiser se convierte en el cronista más brillante del siglo a la hora de divulgar con ilustraciones excelentes y pluma de cuidada factura una Cuenca auténticamente insólita... Y asimismo El Sol, La Esfera, Crónica, La Voz empiezan a llamar como en un SOS periodístico la atención sobre nosotros. En Cuenca, los hermanos Velasco de Toledo, además de su absorbente dedicación al periodismo, crean la revista Ilustración Castellana, un hito en la prensa regional que tendrá como premio la colaboración de Wifredo Lam.

Algo se mueve durante la segunda década del siglo y no es lo más insignificante la propuesta de todas las fuerzas vivas para trazar la autovía Madrid-Valencia pasando por Cuenca, que habría de frustrarse hasta hoy. Obviamente, el paso adelante que nuestra ciudad y provincia estuvieron a punto de dar, quedó truncado en los despachos políticos y por arte y parte de intereses mezquinos. De la frustración de ese gran momento seguimos viviendo todavía. Y la asfixia que tales carencias producían no solo desconcertaban a los ciudadanos conquenses, sino a sus alevines de escritores, como se demuestra en la crónica de sucesos. Vidal y Planas novelaría en Los amantes de Cuenca un caso de romanticismo exacerbado, el de un escritor conquense lanzado a la conquista de Madrid, con muy trágicos resultados. El poeta Sinforiano Martínez Escribano protagonizará por entonces un suicidio, todo lo literaturizado que se quiera, ante una sociedad impermeable y reaccionaria y que las crónicas de Alfredo Pallardó definen con toda su carga admonitoria.

Genio y presencia de Federico Muelas
La semilla de la renovación ya está echada. Y, lógicamente, la experiencia de la República removerá las aguas del remanso provincial a vueltas con la FUE y demás organizaciones estudiantiles. El gran momento de la vida literaria de Cuenca de este siglo surge con Federico Muelas, brillante estudiante, influido como decíamos por Bartolomé Esteban Cossío -a cuya muerte le dedicará un artículo elegíaco- y que por primera vez convierte, a favor de un ambiente propicio, a Cuenca en un cenáculo literario, en conexión con las tertulias de Madrid, creando por sí mismo o junto a otros el Ateneo del Estudiante, la tertulia de El Bergantín, la Asociación de Amigos de Cuenca, entre otras muchas actividades, como su participación en las Misiones Pedagógicas, etc., en medio de contradicciones ideológicas puestas a flote y luchas políticas hace que llegue la sangre al río. Aunque lo más importante es que en el revuelto de la literatura ha surgido un escritor digno de tal nombre, aureolado por la llama de fuego de la vocación literaria.

Ni antes ni después la literatura conquense alcanzaría a vivir un momento de tan alta tensión creativa. Creemos que la excesiva discreción ha impedido el relato de aquellos años cruciales, sin cuyo conocimiento nada encuentra explicaciones en términos políticos, históricos y literarios. Aquellos jóvenes -y hablamos de los que luego pasarían a ser los "conjurados" de Contrebia- toman conciencia de lo que son, ciudadanos y escritores, que batallan por escapar de la atonía circundante. La Cuenca de 1930 ahogaba a Federico Muelas y sus amigos, a los que basta mirar alrededor para contemplar aquella pugna incivil entre los elementos conservadores y las fuerzas progresistas, incapaces para resolver las contradicciones sociales. Bastaría echar un vistazo a la novela El crimen de Cuenca, de Alicio Garcitoral para encontrar un lancinante reflejo de todo ello, quizá literariamente insuficiente, pero válido como testimonio.

Es lógico que Federico Muelas pretenda escapar e intentos hubo frustrados por su padre a última hora, en busca de un ambiente más claro y estimulante. Pero todavía "ir a Madrid" es una literal aventura. Ocho horas de tren o cinco de autobús -las mismas que invirtiera García Lorca en su viaje con Morla Lynch en 1932- entre gallinas y bultos en la baca alejan todavía más cualquier contacto. Y es entonces cuando Federico Muelas plantea la batalla en todo su desafío en la ciudad de Cuenca. "El Bergantín" llamado de la Vela Roja, reproduce y reedita en un viejo mesón llamado Los Claveles, hasta hace poco existente, las sofisticadas tenidas de "El Gato Negro" o de la "Granja del Henar", en Madrid, en donde frecuenta a los viejos dioses literarios. Y cuando en plan de "rara avis" recala por Cuenca cualquiera de ellos, Muelas y sus amigos, los Chavarri, los Benítez, los Vasco y los Cézar, junto a muchos más, los acosan y exprimen para que cuenten experiencias y anécdotas.

Y así en "El Bergantín" no sólo se habla de periplos por los mares del Sur o en las naves de Verne, sino como ha documentado Enrique Azcoaga -amigo por la pella, de Federico- en una semblanza impagable, en las noches de aquelarre se habla del arisco Montherlant o del gran Henri Géon... Cuando llega un día Unamuno, con los primeros fríos de noviembre, las fuerzas vivas pueden ignorarlo, más no así los jóvenes universitarios conquenses que le acompañan en su recorrido. Es lo mismo que ocurrirá cuando venga en uno de sus viajes, tan difíciles de precisar, pero que existieron, García Lorca, a quien según el propio Muelas, "no lo comprendieron". La Cuenca literaria se producía a ciento ochenta revoluciones por minuto y los jóvenes rebeldes conquenses piensan como los aspirantes de escritores de la Puerta del Sol. Y no es solo una frase.

Federico Muelas, que por aquellas fechas ya ha publicado sus primeras canciones en La Gaceta Literaria y había sido antologado en una selección poética infantil, consigue que la errática revista Hoja Literaria, de Sánchez Barbudo, Azcoaga y Serrano Plaja se imprima en Cuenca. Fundada en 1933, al tercer número los pliegos de la Costanilla de los Desamparados núm. 3, en Madrid, desde el mes de febrero de ese año y hasta su desaparición se visten de largo en la Imprenta Comercial de nuestra ciudad (Calderón de la Barca, 12 y 14). Salieron seis números de enero a junio y Federico colaboró en todos ellos, salvo en los meses de febrero y abril. Los poemas publicados le lanzaron a la fama, pues figuraban nada menos que piezas tan conocidas y valoradas hoy como cuatro poemas del Cancionero de Espadaña, varias canciones de buida finura albertiana y el inmarcesible poema "Junco". Si a ello unimos la relación directa Muelas-Azcoaga, anterior incluso a las noches de "El Bergantín", hay que concluir que la vida literaria de la ciudad venía a desahuciar el provincianismo habitual de una capital de tercera como Cuenca. Por otra parte es el tiempo de la revista Horizontes, en la que se reveló -yo todavía no he logrado ver ninguno de los dos números aparecidos por lo que he de jurar en la palabra del maestro- el joven lírico malogrado Julio Arturo, enamorado de la luna de Cuenca más o menos como el escritor Piasecki se había enamorado de la Osa Mayor en su encierro respectivo.

La significación de Hoja Literaria avala el cambio cualitativo operado en la vida cultural conquense. No cabe olvidar que Ortega y Gasset fulgura y propugna más o menos encubiertamente una rebelión de las élites aún mejor que de las masas. Federico y sus amigos se sienten deslumbrados y tienen el periódico El Sol como su banderín de enganche. Estamos en la República y la dialéctica se traslada a la estética, desde la Revista de Occidente a Cruz y Raya, entre las que Hoja Literaria buscaba -y hasta cierto punto logró- su hueco, ya que fue el inmediato antecedente, por sus colaboradores, como Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Rafael Dieste, Juan Gil Albert, Ildefonso Manuel Gil, María Zambrano, Juan Antonio Maravall, etc., de Hora de España. En el grupo de los "conjurados" conquenses, la inquietud se diversificada al tirar de ellos, de un lado, el nacionalismo de Ernesto Giménez Caballero y de otro, cuando la República pierde tensión, el elitismo orteguiano se envasa con algunas gotas de nacionalsindicalismo y los divide. Con las trágicas consecuencias, para muchos de ellos, sorprendidos por la terrible guerra civil de la que solo algunos sobrevivieron. Y sin posibilidades de que Cuenca pudiera reanudar su discurso literario.

La posguerra trae lógicamente una insoportable laxitud, un desconcierto total que se prolongará durante una década al menos. Federico Muelas al dar el salto a Madrid deja huérfanos los mentidotes locales. Y habrá que esperar a que se produzca la reacción positiva, el intento de "normalización" de la exigua vida literaria refugiada en los centros académicos, más controlados académica e institucionalmente, aunque con la sorpresa de actividades -ahí están los famosos director del Alfonso VIII y la Escuela de Magisterio Fray Luis de León- de indudable interés para impregnar la vida cultural. De todos modos, durante años vivimos una vida literaria limitada y en cierto modo dirigida. No obstante, las antiguas inquietudes, lejos de desaparecer, perviven discretamente en los pequeños grupúsculos liberales e ilustrados que nunca faltaron. Y de nuevo, bajo la bandera de Federico Muelas, que va y viene a Madrid, casi con la precisión del tren-correo, se formaliza informalmente la tertulia del café Colón, justamente mitificada, que sirvió de anzuelo para los despistados viajeros y para algún preboste literario que harto de Positanos y Sitges -de César González Ruano hablamos- se aposentaría aquí durante diez años, al menos logrando que Cuenca figurase, más o menos formalmente, como un "barrio de Europa". Las crónicas del autor de Mi medio siglo se confiesa a medias -todas arrebatadoramente bellas, todas con las magias de Cuenca a bordo-, publicadas en Informaciones y ABC, Fotos y Primer Plano, de Madrid y La Vanguardia y Solidaridad Española en Barcelona, amén de otros incontables artículos para diversas cadenas periodísticas y radiofónicas, atestiguan su atracción de la ciudad y la convierten en una estación intelectual y literaria.

Un resurgimiento esperanzado
Realmente, Cuenca no va a la montaña -dificultades y carencias de todo orden-, pero la montaña viene a Cuenca. Durante la estancia de César González Ruano -y eso es lo que queda- es raro el escritor y periodista que no asoma por aquí: Luis Calvo y Marañón, Marqueria y Gómez Picazo, Eugenio D'Ors y Luis Felipe Vivanco, Alberto Insúa y Sebastián Juan Arbó, Ricardo del Arco, Eugenio Montes y Gonzalo Torrente Ballester, etc., etc. Esta presencia y la lenta, pero clara reanimación de los escritores locales evita los hiatos y rupturas con la vida nacional y, concretamente, con la madrileña. De modo y manera que en Cuenca influyen y se inscriben dentro de ellas, las tendencias poéticas y narrativas dominantes, garcilasismo (sí, garcilasismo), tremendismo (sí, tremendismo), poesía social y así. A lo largo de los primeros treinta años del siglo, la vida cultural de Cuenca había sido puramente entretenida y doméstica. Ni la generación del 98, ni siquiera la más intelectual del 14 y nada digamos de la promoción poética del 27, dejan ninguna señal. Mariano Catalina es un poeta antediluviano, González-Blanco es la excepción que confirma la regla y Astrana Marín, nuestro insigne polígrafo, toma a chacota a los poetas "hebenes" de la poesía pura. Un modernismo recalentado será, únicamente, el caldo de cultivo de las vocaciones líricas que surgen aquí o allá. Anteriores a Rubén, los poetas conquenses no pasan del soneto castellanista o del romance galante.

El resurgimiento -discreto, pero al menos bien orientado- de la cultura conquense echa a andar. Y hay datos absolutamente infalsificables, como es El Molino de Papel, una revista de poesía, creada al flanco de ese ambiente un tanto cosmopolita de la Cuenca de los primeros cincuenta, capaz de imponer un tono y un rigor hasta entonces desconocido. Lo bueno de ella no es solo la real calidad del grupo principal, formado por Eduardo de la Rica, Miguel Valdivieso y Andrés Vaca Page (ver autores albalateños), sino la modernidad alojada en un espíritu culto como Eduardo y en menor medida de sus compañeros. El Molino consiguió que los matasellos del mundo variopinto estampillasen el nombre de Cuenca, a través nada menos que de cincuenta números aparecidos. Para completar el cuadro, por explosión retardada o por contagio ambiental, dos centros educativos y académicos como el Seminario Mayor de San Julián y el Teologazo de los padres paúles de San Pablo se sumaron a esa "movida" cultural desde sus inquietudes estudiantiles, creando revistas como Gárgola o Nuevos apóstoles que fueron, dentro de su simbólica modestia, una punta de lanza hasta entonces impensable en campos tan acotados.

Naturalmente, si hablo de Gárgola, nuestra revista manuscrita y única, no lo hago por recordar algún episodio de mi juventud, sino pura y simplemente porque el grupo que la alentaba -Carlos de la Rica y aún yo mismo- tuvo la suficiente consistencia para ser tenida en cuenta y llamar la atención en ambientes poco propicios a unas tímidas voces líricas. De ahí que, más que la revista, hay que referirse al grupo. El hecho literario tanto de Mangana como de San Pablo desbordó por su desenfado y viveza el límite constreñido de las aulas. Y se propagó por la ciudad, en lecturas y recitales, representaciones teatrales y colaboraciones poéticas solicitadas desde muchos puntos de España. Los alumnos de San Julián colaboramos en Estría y en otras muchas revistas, como Incunable y Signo, en tanto los alumnos paúles -Gallastegui se alzó con el premio nacional del Congreso Eucarístico de Barcelona, con un feliz poema-constituyeron un cohesivo grupo poético y teatral de mucho fruto.

No fuimos rebeldes ni siquiera "beatnik" de ocasión. Pero lo cierto es que Mangana no deja desde entonces de erigirse en la niebla de la memoria como un Greenwich Village o como San Francisco de sana emulación juvenil. Se dirá que aquellas expectativas suscitadas apenas han sido cumplidas en una mínima parte. La explicación no es fácil ni acaso cómoda, porque el valor de aquella sacudida poética nace, crece y desaparece en su verdad de símbolo. Testigo y coprotagonista de ese movimiento -en mi caso truncado con implacable violencia- todavía no he extraído las consecuencias de todo ello, apenas visible en mi modesto Cuaderno de la Merced. La muerte de Carlos de la Rica exige, de una vez por todas, la recomposición de aquel ambiente, el recuento de sus batallas, ganadas o perdidas, y en todo caso, su resituación dentro de la pequeña historia de la poesía conquense por esos años y los posteriores.

El autor de La Casa y Antífona recogió el testigo y se quedó con la palabra, ampliada a empresas editoriales y a liderazgo entre alevines de poetas, en El Toro de Barro y otras colecciones. Una labor de interés, pero ya sin el carisma inicial del grupo, y por lo tanto, sin la sugestión inicial. Sólo cuando se cierre la parábola de la obra de Carlos, así como algunos otros componentes, podrá mensurarse en su justo valor el significado de aquella aventura literaria. Quizá ha resultado irrepetible porque las circunstancias más favorables han permitido una más libre dedicación a la poesía, desde grupos abiertos -el propio Toro de Barro, Aquí el alma navega, etc.- y por lo tanto con mejores oportunidades editoriales. Hasta aquí he hecho una escueta radiografía en que aparecen los centros nerviosos de la creación conquense. Todo ello contribuye a ordenar el caos dentro de algunas coordenadas temporales. Es un modo de comprobar las diarritmias de nuestros escritores y sus enganches pertinentes.

Cierto es que una fuerte personalidad literaria surge como el espíritu, sin avisar, libre y espontáneamente. En este Congreso parecen pretender sus organizadores, con lo que tiene de encuentro o diálogo, reactivar la ciudad como campo literario. Y la verdad es que no es fácil si no se pone remedio a la insolidaridad, al absentismo local y desde luego si no se ordenan los estímulos de la vida literaria local. No voy a referirme a fiascos lamentables ocurridos en los últimos años -premios creados para premiar fraudulentamente al organizador, Semanas de Poesía para ejercitar esa obra de misericordia de si me das te doy, si me invitas te invito, ediciones de libros sin relieve, fruto de una grafomanía vanidosa-.

La literatura conquense, desde los años 40 acá, es perfectamente homologable con la española. Poetas y escritores conquenses copan premios importantes y reciben el flujo de los movimientos dominantes. Por ello, Federico Muelas, premio nacional de Literatura en 1964, recibe todo el dramatismo de su generación del 36, cargando su juanramonismo inicial de un acento miguelhernandiano y albertino, uniendo temblor y fuerza, neopopularismo con formas retóricas profundas. Demetrio Castro Villacañas recogerá en sus poemas, sobre todo en Conciencia de hombre el humanismo tocado de solidaridad que le llevará a conquistar el premio "Ciudad de Barcelona". Eliseo Feijóo ofrecerá en libro fervores como Canciones en vilo o La mala yerba, -antes de intentar la vena satírica de Gil Arribato-, una lírica veteada de intimismo, de buena factura retórica. Guillermo Osorio se convertirá en un excelente sonetista con un aliento melancólico de profunda atracción.

Ya he hablado de Eduardo de la Rica y de su grupo, con Andrés Vaca Page y Amable Cuenca. Y, sin embargo, Cuenca cobra peso específico con la llamada generación del 56, en la que sobresalen dos incorporaciones como Elvira Daudet (El don desapacible) y Juan Peñalver (Mi antología de Indias) que añaden dos alas al vuelo prodigioso de la transparente poesía existencial de Acacia Uceta, autora de libros de maravillosa entonación, como Detrás de cada noche, Frente a un muro de cal abrasadora o Árbol de agua. Gran poetisa, todavía por situar adecuadamente en el lugar que le corresponde. La renuncia a publicar tiene en un compás opaco a Enrique Domínguez Millán, que muy pronto empezará a darnos una sorpresa tras otra, al haberse decidido a publicar su importante obra inédita.

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11/06/2010
Homenaje a Florencio Martínez Ruiz en la UNED

El periodista y poeta de Alcalá de la Vega recibe el aplauso del mundo cultural conquense
Por vocesdecuenca.es


La UNED de Cuenca ha homenajeado al escritor, periodista y poeta Florencio Martínez Ruiz, que ha realizado una lectura poética de algunos de sus poemarios publicados en libros y revistas literarias.
Martínez Ruiz ha agradecido al director de la UNED de Cuenca, Miguel Romero el homenaje y ha leído durante más de media hora poemas de sus libros; “El Cabriel dormido”, “Cuaderno de la Merced”, “Siete cipreses conquenses” y “Elegías de Mirabueno”.
Al acto han asistido, entre otros, el director de la RACAL, Ángel García además, de los académicos José Luis Muñoz, Óscar Pinar, y Raúl Torres.
Al final del evento varios miembros del colectivo “La Tertulia” y “Taller Amigas de la Lectura” recitaron poemas de Florencio Martínez Ruiz.

Palabras pronunciadas por Miguel Romero director de la UNED para presentar a Florencio Martínez Ruiz.
“Florencio Martínez Ruiz, nació en Alcalá de La Vega (Cuenca) en 1930. Es periodista, poeta, escritor y crítico literario. Estudió Latín y Humanidades, Filosofía y Teología, en el Seminario de San Julián y Magisterio en la Escuela Normal “Fray Luis de León”, y se graduó en 1961 en la Escuela Oficial de Periodismo.
Ingresó en la redacción “ABC” en 1968, para trabajar en “Los Domingos de ABC”, pasando en 1976 a la Sección Cultural. Fue responsable de “Mirador Literario” y de “Domingo Cultural” durante varios años y en 1980 fue nombrado jefe de la Sección Cultural del diario madrileño “ABC”. Paralelamente, desde 1976 hasta su desaparición fue redactor-jefe de la revista “Mundo Hispánico” del Instituto de Cultura Hispánica.
Especializado en información cultural y en la crítica literaria, ha ejercido esta función en diversas revistas culturales como “Punta Europa”, “Reseña”, “El Magisterio Español” y “La Estafeta Literaria”. Asimismo, hizo crítica de poesía en el semanario “Gaceta Ilustrada”, “Blanco y Negro” (1975 a 1977) y en “ABC” (1977 a 1991). En “La Estafeta Literaria” fue titular de la crítica de novela durante varios años, y comentarista cultural en “Siete Días” (“ABC”). De 1998 a 2004 colabora como crítico radiofónico de ABC. Durante algún tiempo actuó en TVE como asesor de los programas “Encuentros con las letras” y “Las Cuatro Esquinas” y fue asimismo colaborador de la sección “Firmas”. Desde el año 2003 y hasta hoy, es asesor y coordinador de la colección de libros de bolsillo de la Diputación de Cuenca, Atalaya. Florencio Martínez Ruiz simultanea su firma con el seudónimo de Eduardo Alcalá, tanto en la prensa nacional como en la regional. Entre sus libros figuran “La nueva poesía española”, antología crítica (1971), “Cuaderno de la Merced” (1976), “Nuevo Mester de Clerecía” (1977), “Juan Alcaide en sus raíces” (1996), “Siete Cipreses Conquenses” (1999), “Poetas conquenses del 50: los niños de la guerra”. Atalaya (2003), “Cuenca y los enconquensados”. Atalaya (2003), “El Cabriel dormido” -primera edición- (2004), “La Ciudad Encantada, de Carmen de Burgos”. Atalaya (2004). “Poetas en el vientre de la ballena” (La primera generación conquense de posguerra) Atalaya (2006). “José Luis Coll: in memoriam” obra coral donde también firma con su seudónimo Eduardo Alcalá. Atalaya (2008).
En el año 2002, Mariví Cavero Sierra y Oscar Martínez Pérez publicaron un libro con una selección de artículos de ABC, con el título de: “Florencio Martínez Ruiz. Crónicas en la platina ardiente”. Diputación de Cuenca.

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